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15 minutos


Comienza como un cólico cualquiera.

Avanza silencioso, lento, casi tímido -como depredador al acecho de la presa que ignora estar siendo observada-… y acaba con todo rastro de equilibrio, incluso con aquel que intenta tontamente convencerte de que si te concentras lo suficiente no lo sentirás.
Intentas prepararte, pero inconscientemente sabes que no hay nada que pueda prepararte lo intenso, amenazante y doloroso que está a punto de llegar.

Se va acercando… está cada vez más cerca.
Estás apenas en el principio de la montaña rusa y todos tus temores se hacen realidad.

Llega el dolor. Va ascendiendo cual enredadera por cada fibra, nervio y partícula viva de tu cuerpo -de adentro hacia afuera-, cual guijarro alterando la superficie de una fuente de agua en círculos concéntricos.
Va rompiendo todo a su paso, te llega a las entrañas.
Trepa por tu vientre, te oprime los músculos, las fuerzas... lo que te queda de valentía. Amordaza tu respiración y te vuelve vulnerable. Te despoja de tu humanidad para convertirte en un miserable manojo de dolor.
Alcanza su cima y dejas de pensar.

Dolor.
Dolor.
Dolor.

Ves tu vida pasar ante tus ojos nublados por las lágrimas –te vuelves tan miserable que ni siquiera puedes llorar- y te preguntas una vez más cual de todas tus miserias está cobrándose la vida.
Ruegas por un perdón que nunca llega.
Nadie te salvará de esta: Ni tu madre, ni sus compresas, ni las pastillas… ni la inútil esperanza a la que en última instancia te quieres aferrar.
Y en apenas una milésima de racionalidad piensas que la muerte es una tentadora fuente de felicidad. De definitiva tranquilidad.
Incrustado entre los colmillos de tu verdugo, no eres más que una pobre presa que no recibe ni la gracia del mordisco final.

Has llegado al colmo del dolor.
Ahogas un grito y entre tus dientes apretados sientes el sabor metálico de tu sangre.

...
Cuando sientes que ya no puedes más -aunque desesperantemente lento- llega el descenso.

Desciende.
Desciende.
Desciende.
Eres una masa cayendo a un abismo de calma.

Los músculos se te destensan, tu respiración se vuelve a acompasar. Todo a tu alrededor vuelve a cobrar forma.
Los 15 minutos más espantosos de tu vida han llegado a su final.

Una extraña debilidad te reconforta. Te envuelve -ahora sí- en una espiral de lágrimas.
Todo ha terminado.
Existes de nuevo.

Aunque sabes que el dolor regresará, quieres engullirte por un momento en esa paz momentánea... aunque solo sea para mentirte, quieres prepararte para la llegada de otros 15 minutos más
(una vez más).

Mariposa herida

Parte de  mi alma,

Hoy he contemplado las luces de la ciudad –el mundo enmarcado del perímetro de mis 26 años– a través del prisma de tus ojos y por primera vez he experimentado el mismo desamparo que sentiste. Mirando el mundo deformado por la suciedad de los cristales desvencijados del autobús me he preguntado por qué ha debido ser tan grande el precio que la vida me ha cobrado por traerte a la realidad. Por qué ha plagado mi camino con sangre y lágrimas. Por qué no han sido dulces los frutos en la adversidad.
Por qué su saña con mi pobre alma desarmada, como si no fuera yo más que un simple mortal.

Y la pregunta sigue haciendo eco en el penetrante silencio de la madrugada que vivo, martilleando mi globo ocular, arrebatándome el sueño mientras la angustia desgarra impotente mi corazón y el repiqueteo doloroso de cada palabra que escribo desquicia el pulso de mis sienes torturadas con un nuevo absceso de migraña.
¿Qué quiere de mí? ¿Quizá cerciorarse de mi valentía, comprobar la resistencia de mi templanza?

Parte de mi alma, dame una señal.

Deja que encuentre en el azul de tus ojos la respuesta a las preguntas que me condenan a la inexistencia o, si en cambio, he de soportar la tempestad, espérame cuando haya terminado.
Toma mi mano –como hiciste tantas veces en el pasado– y sé mi paliativo en el instante en el que el martirio se hace más doloroso sobre mis hombros.
Sé el sentido que me falta, no dejes que me pierda… sálvame de mis pesadillas.