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Diez segundos o crónica de un accidente de tránsito


Ayer el bus en el que regresaba a casa chocó con una camioneta.

Fue un accidente moderadamente importante. Tres personas terminaron sangrando —dos por la boca, una por el puente de la nariz—, dos con golpes importantes —una en la frente, la otra en la cabeza y un brazo— y dos con golpes leves —una chica que se recuperaba de una fractura de rodilla y yo, en el codo y la rodilla derecha—. En un momento, choque, al siguiente, ambulancias y al siguiente, bomberos. Embotellamiento en Angamos pasando la avenida Arequipa y desvío forzado en una perpendicular antes de llegar a comandante Espinar.

En un primer momento intenté ayudar a los heridos, preguntarles por su estado, ver si estaban bien. Después, viendo que no podía hacer gran cosa bajé del bus y me quedé ahí, mirando toda la escena: llamadas de los acompañantes de los accidentados a familiares —por suerte todos los heridos importantes iban acompañados—, la discusión del chofer y la cobradora del bus con el dueño de la camioneta —eran más bien dos— que, por cierto, terminó tremendamente abollada; el intercambio de bomberos y municipales con los agraviados, coordinando quién llevaría a quién —los accidentados leves optaron por irse cuando supieron que el SOAT sólo cubría atención médica en el Casimiro Ulloa—; el chofer del bus grabando la escena para tener pruebas que le sirvieran para declarar que no había sido él el causante del choque —en realidad no lo fue—, los testigos que vieron desde fuera el accidente, gente curiosa a pie y en otros buses que tuvieron el infortunio de quedar atrapados en el caos… y yo ahí, de pie, observándolo todo, como un espectador que, aunque no quiere, forma parte de toda la escena.

Una vez pasada la conmoción inicial, el entender que me había librado por no más de diez segundos de haber sido quizá el pasajero más herido de todos los que iban en el bus —las hormonas ausentes producto de la histerectomía total a la que fui sometida hace cinco meses me ha arrebatado una cantidad importante de calcio— me golpeó como zarpazo de animal salvaje. Un breve instante de conmoción y pánico que luego se transformó en una profunda sensación de desamparo. ¿Qué habría pasado si…? Diez segundos, apenas diez segundos hicieron la diferencia entre estar aquí, un día después, escribiendo esta experiencia o, en cambio, convaleciendo en la cama de un hospital público con un hueso roto o quién sabe qué cosas más. Ahí, de pie entre la conmoción general entendía que nada es más importante que vivir a plenitud siempre, cada día, pase lo que sea que pase.

¿De qué me sirve repensar las cosas que no puedo solucionar?, ¿de qué me sirve entristecer mi corazón por quien me guarda en su mente apenas unos segundos, para quien soy no más que un espejismo, un cansancio del cuerpo, tal vez apenas un flash insignificante en el día? ¿De qué me sirve la tristeza si puedo salir después de un día de oficina y sentir el viento que me abraza y la forma en que me revuelve el pelo mientras camino? ¿De qué me sirve el dolor si puedo mirar al cielo y contemplar los destellos de las primeras estrellas de una noche que comienza?, ¿de qué me sirve si anido millones de sueños y planes, si tengo ante mí la perspectiva de un futuro brillante? Anoche entendí que así se multipliquen cada vez más mis instantes de soledad, en realidad nunca lo estoy. Tengo al viento, las notas de piano flotando en mi cabeza, palabras formando universos mientras leo, las vibraciones de mis cuerdas vocales mientras canto… tinta, líneas y papel. 

Vivir es una composición hermosa, un cuadro de matices, claroscuros, formas y colores. La vida es arte y nosotros personajes, pero también somos artistas cuyo pincel decide qué pintar; y así sucesivamente, siempre. 

No somos sólo espectadores. A veces también somos creadores.