Avanza silencioso, lento, casi tímido -como depredador al acecho de la presa que ignora estar siendo observada-… y acaba con todo rastro de equilibrio, incluso con aquel que intenta tontamente convencerte de que si te concentras lo suficiente no lo sentirás.
Intentas prepararte, pero inconscientemente sabes que no hay nada que pueda prepararte lo intenso, amenazante y doloroso que está a punto de llegar.
Se va acercando… está cada vez más cerca.
Estás apenas en el principio de la montaña rusa y todos tus temores se hacen realidad.
Llega el dolor. Va ascendiendo cual enredadera por cada fibra, nervio y partícula viva de tu cuerpo -de adentro hacia afuera-, cual guijarro alterando la superficie de una fuente de agua en círculos concéntricos.
Va rompiendo todo a su paso, te llega a las entrañas.
Trepa por tu vientre, te oprime los músculos, las fuerzas... lo que te queda de valentía. Amordaza tu respiración y te vuelve vulnerable. Te despoja de tu humanidad para convertirte en un miserable manojo de dolor.
Alcanza su cima y dejas de pensar.
Dolor.
Dolor.
Dolor.
Ves tu vida pasar ante tus ojos nublados por las lágrimas –te vuelves tan miserable que ni siquiera puedes llorar- y te preguntas una vez más cual de todas tus miserias está cobrándose la vida.
Ruegas por un perdón que nunca llega.
Nadie te salvará de esta: Ni tu madre, ni sus compresas, ni las pastillas… ni la inútil esperanza a la que en última instancia te quieres aferrar.
Y en apenas una milésima de racionalidad piensas que la muerte es una tentadora fuente de felicidad. De definitiva tranquilidad.
Incrustado entre los colmillos de tu verdugo, no eres más que una pobre presa que no recibe ni la gracia del mordisco final.
Has llegado al colmo del dolor.
Ahogas un grito y entre tus dientes apretados sientes el sabor metálico de tu sangre.
...
Cuando sientes que ya no puedes más -aunque desesperantemente lento- llega el descenso.
Desciende.
Desciende.
Desciende.
Eres una masa cayendo a un abismo de calma.
Los músculos se te destensan, tu respiración se vuelve a acompasar. Todo a tu alrededor vuelve a cobrar forma.
Los 15 minutos más espantosos de tu vida han llegado a su final.
Una extraña debilidad te reconforta. Te envuelve -ahora sí- en una espiral de lágrimas.
Todo ha terminado.
Existes de nuevo.
Aunque sabes que el dolor regresará, quieres engullirte por un momento en esa paz momentánea... aunque solo sea para mentirte, quieres prepararte para la llegada de otros 15 minutos más
(una vez más).
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