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Post-operatorio



Entre días de hospital y anestesia,
de sondas y analgésicos cada tres horas;
te he perdido, corazón.


Te he perdido por alguno de los laberintos de mi consciencia 
y no consigo dar con el camino de regreso. 

Pero te necesito.

Mis letras y yo te añoramos con desesperación.
Para ser salvadas de éstos días llenos de dolor postoperatorio y terrores por las noches.
De angustia e inutilidad.  
De días de confinamiento en mi inmovilidad temporal. 
Atrapada en un cuerpo que no siento mío.

Deshumanizada. 

Te necesito para soportar la prisión de mis dolores. 
Para sentir que, sino a mi cuerpo, puedes darle a mi alma libertad.

Del adormecimiento lumbar y sofocante calor, 
De las -malditas- almohadas mullidas.
De los baños asistidos y mareos continuos.
Del cansancio emocional y el orgullo oxidado. 
De la cama al sillón y del sillón a la cama. 

Necesito tenerte cerca de mí para sentirme yo otra vez. 
Para volver a ser ése mortal feliz en que me convertí desde que te conocí. 
Para ser lo que soy porque tengo consciencia de tu existencia. 

Vuelve a mí. 

Toma posesión de mi ser otra vez. 
Apodérate de mis letras, de mi cuerpo y de mi alma… toda yo.
Para sobrellevar el dolor que sigo soportando.

Regresa, por lo que más quieras,  

Sin ti soy un cascarón vacío,
una sombra sin alma, 
un fruto sin semilla. 
Un cuerpo sin corazón. 

Regresa, corazón. 


Pasar página: el final de la historia pospuesta



Llevo sabiendo que éste espacio se ha independizado del recuerdo de la persona que lo provocó desde hace mucho tiempo.

Aquel dicho que reza "el que se va sin que lo boten regresa sin que lo llamen” de un momento a otro tomó protagonismo en mi vida. Sí. Después de cuatro años, en el momento menos esperado, el destinatario todas las nostalgias y cartas sin enviar que escribiera en los inicios de éste blog de repente apareció.

Al principio se me dio por preguntarme el por qué; a qué vino después de tanto tiempo. Pasados unos días de conversación casi ininterrumpida vía mensajes de texto comencé a entenderlo.

Tal como había supuesto, la trágica historia de aquel ser perfecto y maravilloso que yo había idealizado, idolatrado y llevado hasta el cielo por muchos años no existió nunca. Lo que había debajo de toda esa costra perfecta que yo inventé era solo la piel de un hombre igual o peor a la de muchos que he visto pasar día a día. Egocentrista (en el sentido en que estaba totalmente convencido de que sus problemas eran el centro y la tormenta de todos los males del mundo), inseguro y temeroso de vivir y arriesgar en pro de algo mejor; estancado, conformista y con el deseo de superación convertido en una teoría que no terminaba de decidir, a sus 35 años, llevar a la práctica. Alguien que se quedó en el pasado de los 15 años de una muchachita que conoció una tarde de Confirmación: que no sabía nada de la vida, que se conformaba con el sólo hecho de que le hablara, así sus conversaciones fueran una cantidad ininterrumpida de “piedras” y superficialidades para esquivar los temas importantes.

Pese a que lo intenté con todas mis fuerzas, que traté de recuperar aunque sea un pequeño trozo de lo que en su momento consideré una gran amistad, no me terminaba de acostumbrar a éste nuevo él que había descubierto (ya sin la venda de adoración que solía cubrirme los ojos desde que lo conocí).
Yo había crecido pero él estaba estancado.

Con profunda tristeza entendí que era eso lo que hacía tan marcadas nuestras diferencias; que iba a ser la razón, lo quisiéramos o no, por la que nuestra recuperada “amistad” no duraría por mucho tiempo. Ésta era una consecuencia natural e inevitable (como la gravedad que hace caer los objetos o la fuerza de la corriente que rige el curso de un río): iba a desaparecer por segunda vez, y quizá para siempre.

Y se fue.

Y no me dolió.

Sólo entonces descubrí el motivo escondido por el que el destino lo había traído a mí de nuevo: para dejarme una enseñanza de vida. Para obligarme a pasar página sin remordimiento o sentimiento de culpa. Para hacerme comprobar (una vez más) que a partir de que se toma la decisión de hacer de la vida algo más que un bulto de preocupaciones y tristezas, todo fluye para bien y como jugando, continúa poniendo cada cosa en su lugar sin necesidad de presionar. Sólo basta relajarse y dejar que sigan su curso natural las situaciones que no podemos solucionar.

Vivir. Pero vivir bien.
Y renacer para crecer.


Espero con todo el corazón que él aprenda esa lección.
En nombre del gran cariño que alguna vez le guardé, deseo que encuentre el camino de la misma manera en que yo lo encontré.




(*Ésta es una justa catarsis personal que merecía ser escrita en éste espacio, en pos de dar un definitivo punto final a la historia que, por mucho tiempo, fue el principio de la madeja que le dio vida y permaneció en puntos suspensivos en espera de su feliz final)
=)