Y de repente me encuentro aquí, escribiendo, buscando de esta forma aliviar una inquietud interna a la que no consigo darle un nombre definido.
¿Soy realmente tan fuerte como dicen que soy? ¿Existe realmente en mi toda esa grandeza, esa fuerza interna que todos, salvo yo, parecen ver?
Hay días en que creo que sí. Otros, la mayor parte del tiempo (salvo en repentinos e intempestivos arranques de inspiración), en que siento muchísimo miedo; en los que me siento como dentro de un pozo tan profundo que apenas puedo distinguir el pequeño haz de luz que marca su fin, su camino al exterior. Días en que me siento tan ahogada... Veces en que siento que el camino a esa luz es tan largo; que va a pasar mucho, mucho tiempo antes de que pueda salir.
Días en que la soledad me cala hasta los huesos y no sé qué hacer, cuál es el siguiente paso.
"¿Por qué te confundes y te agitas ante los problemas de la vida?", me dice una voz, una presencia invisible —tranquilizadora— a la que yo le pongo el rostro de mi fe, la sonrisa de Jesús. ¿Está realmente conmigo en esos instantes?, ¿me abraza como a la niña en la estampita con la oración a la que yo me aferro en los momentos más abyectos de mi desesperación?
Sé que mis angustias no reflejan lo peor del mundo, hay muchos que la viven peor, y yo debo ser agradecida con mi suerte y siempre consciente de ello pero, ¿cómo a veces? A veces simplemente no se puede; y me angustio, y lloro... y grito internamente, me clavo los dientes en la carne del puño apretado para silenciar así el dolor, controlar las taquicardias...
Respirar, alcanzar la calma y una vez más recuperar mi autocontrol.
Por mí.
Por los que quiero.
Por conservar el orden en mi vida.
Seguir... ser fuerte.
¡Pero qué titánica resulta esa tarea a veces!
Qué ironía de la existencia humana, que siendo solo de hueso y carne, tengamos que hacer como si estuviésemos hechos de hierro.
Irrompibles e insusceptibles.
Resilientes.
*
Estos parecen ser tiempos difíciles, aunque todo se sienta en calma.
Incluso mi forma de escribir.
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