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A Max: Te digo adiós.


Te digo adiós, y quizá es esta la decisión más fácil —o difícil— que he tenido que tomar en los últimos días. 
Te digo adiós sin certeza de que sea definitivo.
Te digo adiós porque en este instante es lo que me dicta el corazón. 
Aunque quizá más tarde, o mañana, me arrepienta de esta despedida y mi imaginación desesperada corra el camino de regreso a tus brazos. 

Te digo adiós, mi querido Max, porque es ésta consecuencia inevitable de la historia entre tú y yo.
Porque la vida es un vaivén de despedidas y bienvenidas, de personas que entran y salen a cada instante, 
pero siempre en el momento exacto: y tú entraste, obraste tu milagro salvándome de mi oscuridad y luego, fiel a tu naturaleza angelical, regresaste al cobijo de tu gran amor. 

Tu Dios. 
Mi Dios. 
Nuestro Dios. 

Entonces he pensado que, quizá a través de mi fe, amándole a Él, pueda amarte a ti también... conservarte en una edad eterna, en lo más recóndito de mi alma inquieta —hambrienta de eternidad y libertad— y guardarte siempre conmigo, mi amor querido. 

Seguiste tu destino como yo sigo ahora sin ti, pero me tienes para siempre. 
Aunque el reloj corra, las personas se sucedan unas a otras, el amor llegue y se quede… el tiempo siga siendo imperturbable, tuya es mi alma para siempre. 

Siempre.  

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