Querido Max,
El otro día sin querer me topé con unas fotos tuyas y pude ver en ellas que eras feliz. Que sigues siendo tan feliz como podrías serlo con la vida que elegiste y eso trajo a mi cabeza cientos de pensamientos.
Miro en retrospectiva, dos años atrás cuando te vi por primera vez, cuando la casualidad, el destino o el azar permitieron que nuestras vidas se cruzaran y pienso en lo bonita que habría sido la vida, el presente, si Dios me hubiera permitido conservarte. Que caminaras en mi hoy como lo hiciste en mi ayer, tomando mi mano con firmeza para no perderme mientras atravesada el oscuro camino del dolor, cuando enrumbaban mis pasos fuera de aquel fondo en el que las circunstancias me empujaron.
En el fondo siempre supe que nunca serías para mí de la forma en que tantas veces te había soñado. Mi mente se engañaba, querido mío… yo sabía que tu corazón estaba reservado para un amor más trascendente que aquel terrenal y carnal que podía ofrecerte para el día a día con el corazón rebosante y los sentimientos a flor de piel; en el fondo, mi alma había reconocido en ti a la materialización de su ángel de la guarda. Aunque suene blasfemo una vez más —aunque no haya hecho más que demostrarte lo contrario, no quiero que creas que mis labios solo pueden pronunciar blasfemias—, presiento que fue el mismo Dios, apiadado de mi miseria, quien te llevó hasta mí aquella mañana en las alturas gélidas de sol rebosante, nevados y laguna de azul profundísimo; fue Él quien te dotó de aquella bilocación bendita e involuntaria para que guiaras mis pasos en los meses que vinieron después.
Terminada tu misión conmigo mi corazón te dejó ir. Mi mente estragada dejó a tu recuerdo reposar... abracé mi nueva soledad —una soledad luminosa como rayos de sol y colores de mariposa, aunque no provista de obstáculos—, paz como nunca la había experimentado descendió sobre mí; pero he de confesarte que desde aquellos días no ha pasado ni uno solo en que no me preguntara por qué no permitió que te quedaras conmigo.
Hoy más que nunca, con la llegada de tantas cosas buenas y mi inspiración en tropel asaltando una vez más los espacios normalmente saturados de mi mente, desearía haber podido conservarte en más que mis recuerdos. Habría querido que seas parte de mi vida, que tú me hicieras partícipe de tus vivencias del día, que me contaras qué tal estuvo la misión o a dónde viajarías a hacer pastoral por el verano. De los cursos que te asignarían para el semestre académico en la universidad, y si prefieres limonada o café para las noches de calor; con qué novela estás intercalando las lecturas de las vacaciones o si algún día me enseñarías a hacer una tarta de frutas. Me gustaría contarte de mis proyectos literarios a corto plazo y que me ayudaras con tu opinión sincera de mis primeros borradores; que me dijeras que debo bajarle la intensidad a mis paranoias y disertáramos sobre la fugacidad de la vida, o si es que tu visión de ti mismo hace diez años coincide con lo que eres ahora. Si por momentos no sientes que caminas en un limbo tanto como yo o si me convencerías que los traumas de mi pasado no influirán más en mi futuro.
Me gustaría que estuvieras entre los invitados de honor a mi hipotética boda, asistir en primera fila y aplaudir como una loca cuando te invistieran con la ordenación sacerdotal. Alegrarme con tus logros y que te sientas orgulloso de los míos, que podamos decir que el otro ha sido una inmejorable compañía a lo largo de la vida, decir que qué suerte he tenido de encontrarte, un amigo sincero y con quien mostrarse a corazón abierto… sin máscaras, sin vergüenzas.
Ojalá hubieras podido quedarte en mi vida de la misma manera en que te quedaste —para siempre— en tantas y tantas superficies de papel. En mis letras, en mi vida entera.
Afortunado el cielo y tu filosofado, querido Max, afortunado el mundo. Afortunado Dios que cuenta con toda la atención de alguien como tú.
Te abrazo en mis pensamientos y te deseo la mayor felicidad.
Rosali,
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