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Déjà vu





Dos de los mejores sentimientos que he experimentado sucedieron en invierno. 
Y como una extraña manera de demostrarme que el tiempo es cíclico, que todo se repite en diferentes espacios de tiempo y personas; ambos se fueron de mi vida al final de la estación. Dos inviernos consecutivos. 
El uno llevándose más que el otro; uno dejando más miel, el otro más hiel.

Mi vida ha sido un déjà vu; un interminable torbellino de cambios. De abrir y cerrar ciclos. De revivir con llegadas inesperadas y despedidas en la misma medida. Aceptación constante e ininterrumpida. Tanto así que me ha faltado tiempo para las bocanadas de aire, para recuperar el aliento antes de volver a sumergirme en el mar de acontecimientos; en un crónico estado de sorpresa (no siempre para bien). 
Y así… en vilo también, me ha esculpido de una forma en que solo había soñado que lo haría.
Me ha puesto a prueba definitiva y ha formado mi cuerpo —y en vías de mejora— y mi carácter al de la mujer que realmente espero ser de aquí hasta el día que mi vida enfríe con la muerte.

Fuerte.
Que sabe lo que se merece de la vida y lo que quiere para sí. No más, no menos. Sino lo estrictamente necesario para sentirse realizada y completa.
Una romántica —aunque desahuciada—  con plena consciencia de que no han de lapidarla por su deseo.
Un pequeño guijarro que, en su insignificancia, pueda cambiar con su vida la vida de alguien más.
Una existencia toda de manos, pies y corazón en pos de hacer del mundo un lugar mejor.
Un alma de sangre y de fuego.

Oruga convertida en mariposa.

Plena. (*...aun cuando siga recolectando mis pedazos desperdigados por el campo de batalla.)



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