Como las flores a la llegada del otoño,
o un cadáver recientemente despojado,
mi alma se está secando.
Me estoy muriendo entre días de oficina,
semanas de rutina.
La vida repitiéndose una y otra vez.
Minutos, horas, días, semanas.
Todo exactamente igual que ayer, hoy y mañana.
Despertar a las seis,
Excusado de las seis y quince
Salida al trabajo de las seis y treinta
La infusión de las ocho.
La radio y las mismas canciones
—incluso en la misma hora de ayer,
mañana y pasado mañana—
La comida de la una
La infusión de media tarde
La salida de las seis
El regreso de las diez
Las noticias de las once
La vida repitiéndose igual que ayer y anteayer,
una y otra vez.
una y otra vez.
Me estoy secando. La vida se me está apagando.
El mundo avanza, despliega ante mis ojos sus matices,
—gama infinita de colores y sabores—
Y yo aquí, desangrándome, contemplándolo sin ser parte,
sentada en la misma silla de tortura de las tres.
Cuatro, cinco, seis.
Mañana, tarde, media tarde, noche.
El alma se me está muriendo.
Quiero gritar, pero se ahoga mi voz.
Quiero huir,
pero la responsabilidad me atora de piedras las venas,
Convierte mis pies en plomo,
me retiene en el mismo lugar.
La razón abofetea mil veces mi rostro,
me zarandea por los hombros,
me insta a aceptar la realidad.
Y todo soporto.
Obligo a mis demonios a callar.
Aguantar en silencio el precio de nuestro secreto.
Sí… Tenemos un secreto.
Mi razón no lo sabe… pero hace mucho que mi alma escapó de su yugo.
Está irremisiblemente lejos, muy lejos, alentada por mi corazón
—único cómplice de mi dolor—.
Ha emprendido la partida de la silla ergonómica, los deberes y la oficina.
Me hizo libre.
Volando en otros cielos,
encontró su lugar en el mundo.
Está saciando su sed de libertad.
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