Fratello Sole, sorella Luna
Llevo un dije con una Luna junto a mí la mayor parte del tiempo. Al sostenerlo entre mis dedos, inevitablemente, pienso en ti. En la única foto de nosotros guardada al final de mi diario; en nuestros recuerdos juntos: El sobresalto de mi corazón la primera vez que te ví, tu sonrisa y caminar lento; aquel lejano, tan lejano día del padre en que te abrí mi pecho y te asomaste, sin saberlo, a la oscuridad de terror que vivía en mi corazón, el primer abrazo que me arrancó de los brazos de la muerte y regresó a mi cuerpo tembloroso, escuálido, la esperanza de aferrarse a la vida; el mensaje en que me ofreciste para siempre tu amistad. La impaciencia con que esperaba la tarde noche de domingo después de la misa de seis para poder verte a solas y hablarte, desahogar mi corazón —hasta ese momento— ahogado en el dolor ciego de años de abuso, y terminar el día con tu abrazo tan cálido… en cuya dulzura inocente se regodeaba mi corazón hasta el domingo siguiente. Aquella manera en que mi alma vivía sólo un día cada seis por la esperanza de volver a verte. La tarde de nuestro primer encuentro en una tarde distinta al domingo en que te presentaste ante mí cual simple mortal, tu primer regalo —aquel cuarzo transparente sujeto a un colgante que todavía conservo—; el primer abrazo de despedida del que no fuimos capaces de soltarnos. Los motes cariñosos que inventabas con mi nombre y la forma en que me tocabas en la punta de la nariz, o los contados besos que imprimiste con infinita ternura en mi frente y cuyo calor y suavidad calaron a una profundidad que no sabía que existía en mi interior. Los momentos de silencio en la presencia del otro que jamás trocaron en incomodidad. La tormenta que un día aprendí a leer en tus ojos y la impotencia con que tuve que resignarme a ser solo espectadora de tu inminente caída sin que me permitieras socorrerte como tantas veces lo hiciste tú conmigo… Ya en ese momento sabías que yo habría dado mi vida para evitarte el sufrimiento, pero tú, siempre tan correcto —tan tú—, obstinado en envolverme en la burbuja en que pensabas tenerme segura, mantuviste a raya mi deseo de tu tormenta.
Llegado el momento, te abriste ante mí de la forma que, en el pasado, lo hice yo ante tí… me dejaste indagar a mi antojo entre tu luz y, sobre todo, en tu oscuridad. Desde entonces fuimos polos orbitando en un mismo planeta. Más que nunca hermano Sol y hermana Luna. Francisco nos unió un día del padre y el destino —el Cronos caprichoso— se encargó de jugar con nuestros caminos por años, uniéndolos y separándolos, haciendo y deshaciendo en nuestras vidas...
Pero el Cronos no ha conseguido arrancarte de ésta, su soldado más curtida en las artes de la guerra a fuerza de batallar en sus campos más cruentos. Tengo impresa en mi retina tus facciones, el color de tu cabello y el castaño de tus ojos miopes; tu olor mezclado con el aroma de mi perfume de quinceañera grabado en mi olfato y la tesitura de tu voz al susurrar, conversar y —mi parte favorita— cantar acompañado del arpegio arrebatador que le arrancabas a las cuerdas de la guitarra con el hipnotizante movimiento de tus dedos. Vives en mis cinco sentidos. Vives siempre. Eres uno con mi vida y la vida a mi alrededor, con el aroma del pasto recién regado por las mañanas y el aire con el que lleno mis pulmones cada día al salir de la oficina y contemplar la oscuridad profunda de la noche que comienza, con la esperanza de encontrar en su espesura el titilar de alguna estrella, o en el tres veces gracias que pronuncio cuando mi cabeza cansada por fin reposa sobre la almohada.
Mi Sole querido… podría seguir escribiendo de ti y tendría que robarle horas al día, llenar de mis recuerdos el cielo entero y no me cansaría, plagar con mis letras todas las hojas del mundo, agotar bosques enteros en mi afán y no me alcanzaría la vida… Hay tanto de ti que, tras 25 años, vive en mí tan fresco como la primera vez que jamás terminaré de agradecerte el haberme salvado de mis primeras incursiones en los abismos de mi propio corazón; que hayas guiado mi camino con tu luz para sacarme fuera de mi propio pozo, lejos de mis demonios. Ahora que soy diez años mayor de lo que fuiste tú cuando nos conocimos, veo cada vez con más claridad la magnitud del efecto que provocaste en mí. Entiendo que, de no haberte conocido, otro habría sido mi destino o, tal vez, ni siquiera habría tenido un destino. Desde hacía mucho tiempo que me hubiera quedado en obra negra, una nada entre la nada. Y siendo nada, me habría perdido de tantos momentos, recuerdos, vivencias y personas, colores y matices que, llegado a este punto, no habría cambiado por nada a pesar del mucho o poco dolor que, inevitablemente, cada uno trajo consigo porque en ese camino también he aprendido. Me desintegré y me rehíce tantas y tantas veces, crecí… me hice la mujer que soy.
No puedo decir que fuiste el artífice entero de mi vida, pero, sí, que hiciste las veces del artista que, con sus manos amorosas y una habilidad de seda, agregó los primeros claros a los surcos lacerados del lienzo torturado por pinceles implacables, cuyos flagelos agregaron las más dolorosas pinceladas a mi joven existencia.
Hoy es buen momento para que sepas que mientras yo y mi pequeño ecosistema existan, siempre tendrás un espacio en mis letras.
Tuya,
Sorella Luna.
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