La primera vez que leí La joven de las naranjas de
Jostein Gaarder, esa frase quedó profundamente arraigada en mi subconsciente de quince años. No hace mucho tiempo, picada por la nostalgia, volví a encontrarme
con ese libro y al leerlo, ahora con mayor apertura y la madurez que solo
pueden darte los años, me puse a pensar, precisamente en el miedo que siento de
la muerte. Llegará un día —en un tiempo muy cercano o muy lejano—, una
noche en que yo o alguna persona amada cerrará los ojos para siempre y no se
le permitirá vivir un día siguiente.
Amanecerá un día sin que yo exista en él.
Y la certeza de esa verdad me provoca una aprehensión muy contraria a lo que
muchas veces he asegurado en el pasado, cuando se me preguntaba si temía el día de mi muerte.
¿Tengo miedo a morir?
Por supuesto. Siento
mucho miedo. Tengo miedo de pensar en todas las calles, el cielo, las personas,
el ruido de la ciudad y la naturaleza que ahora contemplan mis ojos vivos y que
un día no volveré a ver más; y de que todas esas calles, ruidos, naturaleza y
personas seguirán viviendo sin percatarse de que mi vida falta en ella. Pienso
en días como ese y de mi pecho florece una tristeza grande, profunda…
No se cuánto tiempo me quede por vivir, ni si conseguiré
dejar resueltos en vida todos los asuntos que tengo pendientes, pero si hay
algo que me da cierto consuelo es el pensar en que llegado el instante que mi
existencia deje de estar en este enrevesado mundo de calles, personas,
historias, ruidos, belleza y caos, alguien —en algún lugar, por una milésima de recuerdo, en un instante robado al tiempo— me recordará. En que algo de lo que fui dejará su huella en el mundo.
Siquiera las pocas letras que he escrito, escribo y seguiré escribiendo con el último soplo que me quede de vida pensando, hoy más que nunca, en noches (días) como este que no se me permitirá existir.
:(
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