Mi querido personaje,
Con los brazos en alto como prueba de mi rendición he de confesarte el secreto de mi corazón.
Que, llevando mi pasión por ti y tu historia a límites insospechados, me aventuré a emprender la que hoy se ha convertido en mi más lograda realidad: mi primera novela.
Todo comenzó como jugando… sin razón aparente, como una especie de aliciente, de distracción.
Sin embargo, conforme pasaban los días —y yo entretejía con hilos de mi fantasía y una pizca de realidad un episodio más— más sentía que perdía el control. Mientras mis dedos deambulaban poseídos sobre la superficie de las teclas del ordenador, mi mente iba creando un mundo paralelo para los dos: para tu yo de 34 años y la faceta de mí más bonita que se me hubiera ocurrido jamás: mi “yo” idealizado.
Finalmente se me escapó de las manos.
¡Fue una locura! llegó el instante en el que pasaste de un ser inanimado creado por mi pluma delirante, a palpable existencia de mi día a día —mucho más de mis noches-—. Y estuviste presente… siempre presente.
A la vuelta de la esquina, de camino a mi casa; torturando a mis secos ojos estragados por la hipermetropía y el estrabismo, en el transporte público, mientras corregía de nuevo el texto mil veces corregido y mucho más aun cuando el cansancio le ganaba la batalla a mis párpados pesados.
De casa al trabajo,
del trabajo al flamenco,
del flamenco a mi casa y del trabajo hacia el Centro,
del Centro a casa.
De casa a cualquier lugar…
Fuiste mío, o más bien mío de mi “yo” imaginario.
Te volviste el paraíso individual en el que podía recrearme en instantes de desolación.
Desde entonces te he amado (aunque seguramente mi novio esté sufriendo un metafórico ataque cardíaco en éste mismo instante), te he amado con mis letras, con cada corrección.
Te amé cuando dejaste de ser un secreto.
Cuando saqué a la luz el producto de mi imaginación (el día que con vergüenza confesé que tenía un manuscrito, cuando me atreví a enviárselo a una de mis amigas para que me diera su opinión).
En el momento en el que, después de meses de incertidumbre, descubrí —con emoción aterradoramente salvaje— que mi manuscrito le interesaba a más de una editorial.
Más aún en la distante noche de setiembre, cuando sentada en la oficina editorial atestada de libros, mis manos temblorosas y mi corazón a punto de salírseme del pecho imprimían la firma que sellaba el acuerdo entre ellos y yo para mi primera publicación (¡nuestra publicación!).
Te amé con toda la fuerza de mis letras florecientes,
de mi alma de escritora novata,
de los tormentos y dolores que me producía mi propia imaginación.
Te amé con todo el corazón.
Y aunque tu presencia se haya adormecido junto con mi perezoso genio literario —a semejanza del invierno que le pasa la posta a esta insípida primavera limeña— sigue en mi mente la firme resolución de continuar con la retahíla,… seguir hasta el final con la historia.
Y convertirla en una especie de homenaje a ti y a mi prosa descubierta.
Me confieso ante ti.
Y confieso con vergüenza mi pasión en una carta que nunca leerás.
Aunque nuestro mundo sea imaginario.
Aunque no me sea posible convertirnos en un best seller.
—aunque tú hayas pasado hace mucho los 34 años y yo los 24 sin pisar Londres ni el Támesis con las botas llenas de barro—.
Aunque sean mis letras (y mis sentimientos) solo papeles para la posteridad.
Con los brazos en alto como prueba de mi rendición he de confesarte el secreto de mi corazón.
Que, llevando mi pasión por ti y tu historia a límites insospechados, me aventuré a emprender la que hoy se ha convertido en mi más lograda realidad: mi primera novela.
Todo comenzó como jugando… sin razón aparente, como una especie de aliciente, de distracción.
Sin embargo, conforme pasaban los días —y yo entretejía con hilos de mi fantasía y una pizca de realidad un episodio más— más sentía que perdía el control. Mientras mis dedos deambulaban poseídos sobre la superficie de las teclas del ordenador, mi mente iba creando un mundo paralelo para los dos: para tu yo de 34 años y la faceta de mí más bonita que se me hubiera ocurrido jamás: mi “yo” idealizado.
Finalmente se me escapó de las manos.
¡Fue una locura! llegó el instante en el que pasaste de un ser inanimado creado por mi pluma delirante, a palpable existencia de mi día a día —mucho más de mis noches-—. Y estuviste presente… siempre presente.
A la vuelta de la esquina, de camino a mi casa; torturando a mis secos ojos estragados por la hipermetropía y el estrabismo, en el transporte público, mientras corregía de nuevo el texto mil veces corregido y mucho más aun cuando el cansancio le ganaba la batalla a mis párpados pesados.
De casa al trabajo,
del trabajo al flamenco,
del flamenco a mi casa y del trabajo hacia el Centro,
del Centro a casa.
De casa a cualquier lugar…
Fuiste mío, o más bien mío de mi “yo” imaginario.
Te volviste el paraíso individual en el que podía recrearme en instantes de desolación.
Desde entonces te he amado (aunque seguramente mi novio esté sufriendo un metafórico ataque cardíaco en éste mismo instante), te he amado con mis letras, con cada corrección.
Te amé cuando dejaste de ser un secreto.
Cuando saqué a la luz el producto de mi imaginación (el día que con vergüenza confesé que tenía un manuscrito, cuando me atreví a enviárselo a una de mis amigas para que me diera su opinión).
En el momento en el que, después de meses de incertidumbre, descubrí —con emoción aterradoramente salvaje— que mi manuscrito le interesaba a más de una editorial.
Más aún en la distante noche de setiembre, cuando sentada en la oficina editorial atestada de libros, mis manos temblorosas y mi corazón a punto de salírseme del pecho imprimían la firma que sellaba el acuerdo entre ellos y yo para mi primera publicación (¡nuestra publicación!).
Te amé con toda la fuerza de mis letras florecientes,
de mi alma de escritora novata,
de los tormentos y dolores que me producía mi propia imaginación.
Te amé con todo el corazón.
Y aunque tu presencia se haya adormecido junto con mi perezoso genio literario —a semejanza del invierno que le pasa la posta a esta insípida primavera limeña— sigue en mi mente la firme resolución de continuar con la retahíla,… seguir hasta el final con la historia.
Y convertirla en una especie de homenaje a ti y a mi prosa descubierta.
Me confieso ante ti.
Y confieso con vergüenza mi pasión en una carta que nunca leerás.
Aunque nuestro mundo sea imaginario.
Aunque no me sea posible convertirnos en un best seller.
—aunque tú hayas pasado hace mucho los 34 años y yo los 24 sin pisar Londres ni el Támesis con las botas llenas de barro—.
Aunque sean mis letras (y mis sentimientos) solo papeles para la posteridad.
Siempre tuya,
Tu creadora.
(* la escritora naciente, perdidamente enamorada de su propia creación)
¡Oh My Cookie!
ResponderEliminar¿Qué te digo? Un Pemberly escrito por Ross... ¡Ah! ¡D E B O T E N E R L O!
Cariños y suspiros,
Pilar